lunes, 22 de enero de 2007

ECONOMÍA, TRADICIÓN por Luis Infante

Publicado en “La Santa Causa”, nº 4 (abril-mayo 2003)

Curioseando por la Red encontré no hace mucho tiempo el artículo de Josep Fontana, La economía del primer franquismo[1]. Me fijé en sus esfuerzos por resultar despectivo hacia los principios cuya mezcla inspiró, según él, las fórmulas económicas de aquel período:

«Pero es que al propio tiempo los tradicionalistas estaban usando el término corporativismo en un sentido mucho más conservador, antiliberal —y, si se quiere, anticapitalista, pero por precapitalista—, que reivindicaba los gremios y soñaba con el retorno a la supuesta armonía de la sociedad medieval. Los Estatutos de la Obra Nacional Corporativa definen los sindicatos como gremios y proponen fomentar “el trabajo a domicilio, familiar y la arteinsanía [sic!]”[2]. Un estudio adscrito a esta tendencia, el de José María de Vedruna sobre la “economía eléctrica”, dedicado inequívocamente a Fal Conde, no presenta más elemento doctrinal que la condena de la “funesta herejía liberal”, lo que le hace más próximo al padre Sardá, autor de El liberalismo es pecado, que al fascismo[3]».

Comentándolo con un amigo, éste me hizo ver que las propuestas de la Obra Nacional Corporativa que cita Fontana, además de practicables y bien orientadas, son lo que en estos tiempos de neologismos tonticultos reciben títulos como «nuevos yacimientos de empleo», «técnicas de autoempleo», «trabajo flexible», etc.

Dice Fontana que los estatutos de la O.N.C. «definen los sindicatos como gremios»[4]. En la zona nacional, tras el 18 de Julio de 1936, la O.N.C. –como toda la Comunión Tradicionalista– se prepara para la restauración de la sociedad tradicional. En ésta el régimen capitalista desaparecería, y con él la necesidad de los sindicatos de clase. No iban las cosas mal encaminadas: incluso un historiador anticarlista como Blinkhorn reconoce que la O.N.C. tras irse uniendo voluntariamente a ella multitud de sindicatos católicos, asociaciones profesionales etc., llegó a constituir la mayor organización sindical de España[5]. Los sucesivos decretos de unificación y la deriva política a ellos aparejada frustraron aquellas esperanzas[6].

No quiero ahora pararme en los proyectos y realizaciones de José María Arauz de Robles y sus contemporáneos, sino en dos aspectos fundamentales:

· El rechazo del liberalismo en todas sus formas;
· La inseparabilidad de Contrarrevolución, Monarquía tradicional y organización tradicional de la economía y la representación.

Desde que comienza a articularse el pensamiento contrarrevolucionario se enuncia, de una u otra forma, el rechazo (que ya era instintivo aun antes de su enunciación) al liberalismo en sus tres manifestaciones principales:

El liberalismo religioso (que hoy podemos llamar modernismo, sin perder de vista que conoce formas atenuadas); el político (al que pertenecen todas las corrientes nacidas de la Revolución, de la derecha a la izquierda, y al que se adscriben sin excepción –aunque quepan matizaciones– cuantos gobiernos ha habido en Madrid desde al menos 1833); y el económico (es decir, el capitalismo; sea el de mercado[7], el del Estado o sus formas mixtas).

Así Carlos VI, en su Manifiesto de Maguncia (16 de marzo de 1860):

«El sistema que nuestros últimos años ha regido en España, apoyado en una serie de ficciones que repugnan a la razón, y teniendo por base la corrupción más completa en el sistema electoral, no ha aprovechado para nada al pueblo, y no es más que un nuevo feudalismo de la clase media, representada por abogados y retóricos. Las clases similares de la Monarquía han desaparecido. Sería gran locura por mi parte querer reconstituirlas ab irato; pero encontrándome solamente con masas populares, pues la nobleza desaparece lentamente en virtud de la desvinculación, y perdida la influencia del clero por las inicuas leyes desamortizadoras, la empresa más honrosa para un Príncipe es librar a las clases productoras y a los desheredados de esa tiranía con que las oprimen los que, invocando la libertad, gobiernan la nación».

O Jaime III, refrendando los Acuerdos de la Junta Magna de Biarritz (30 de noviembre de 1919):

«[La Comunión Tradicionalista] defenderá, al propio tiempo que aumentará, la actuación de política social, sobre el esencial fundamento de la pronta reconstitución de las clases y corporaciones profesionales, manteniendo el puro y cristiano concepto de la propiedad hasta contra los atentados que, con espíritu contaminado de errores y prejuicios, le dirigen los propios partidos afines[8], y defendiendo, al par, con la mayor actividad y energía, cuanto representa verdaderamente la dignificación de la clase obrera, llamada a disfrutar de tiempos nuevos, más justos y cristianos, si al cabo, como es de esperar, la Revolución universal es vencida».

Línea de pensamiento que llega a nuestros días:

«La entrega de la confesionalidad católica del Estado ha acelerado y agravado el proceso de secularización que le sirvió de excusa más que de fundamento, pues éste —y falso— no es otro que la ideología liberal y su secuencia desvinculadora. De ahí no han cesado de manar toda suerte de males, sin que se haya acertado a atajarlos en su fuente. La nueva “organización política” —que en puridad se acerca más a la ausencia de orden político, esto es, al desgobierno— combina letalmente capitalismo liberal, estatismo socialista e indiferentismo moral en un proceso que resume el signo de lo que se ha dado en llamar “globalización” y que viene acompañado de la disolución de las Patrias, en particular de la española, atenazada por los dos brazos del pseudo-regionalismo y el europeísmo, en una dialéctica falsa, pues lo propio de la hispanidad fue siempre el “fuero”, expresión de autonomía e instrumento de integración al tiempo, encarnación de la libertad cristiana» (S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, Manifiesto del 17 de julio del 2001).

¿A qué se debe que pensamiento tan acrisolado no resulte hoy suficientemente conocido ni aun entre quienes se tienen por tradicionalistas? Además de la confusión generada por el franquismo, sus contradicciones y sus oscilaciones, a estas alturas seguramente pesa más el oscurecimiento de la doctrina de la Iglesia[9]. Doctrina que, en su formulación tradicional y ortodoxa, no deja lugar a dudas, y no es sólo contemporánea.

En asunto tan importante como el préstamo dinerario, en 1745 dice Benedicto XIV en su Encíclica Vix pervenit:

«El pecado llamado usura se comete cuando se hace un préstamo de dinero y con la sola base del préstamo el prestamista demanda del prestatario más de lo que le ha prestado. En la naturaleza de este caso la obligación de un hombre es devolver sólo lo que le fue prestado».

El Catecismo Romano del Concilio de Trento lo había expresado aún más sencillamente:

«Prestar con usura es vender dos veces la misma cosa, o más exactamente vender lo que no existe» [10].

La claridad no es menor en los demás aspectos de la cuestión social.

Ante el Carlismo se presenta la tarea de la reconstrucción del orden tradicional, la restauración de la Cristiandad. Y en tanto no se realice obra tan enorme, cumple mantener estructuras de resistencia y de defensa de intereses legítimos. Hemos citado de pasada a los Sindicatos Libres y a la Obra Nacional Corporativa (de la que subsiste algún resto, al parecer, en forma de mutualidades y otros institutos que escaparon a la unificación franquista)[11].

No tenemos espacio para ocuparnos del Movimiento Obrero Tradicionalista [...], ni para algún excelente sindicato actual (en Valladolid, por ejemplo) del que preferiría que escribiesen sus impulsores. Sí para incluir una lista de libros útiles, seleccionados con el criterio de que sean relativamente fáciles de encontrar, bien por sus numerosas ediciones aún circulando, bien por haberlas recientes o estar en preparación. Se proporcionan los datos sólo de algunas, y se consideran incluidos los títulos de las notas del final.

Robert McNair Wilson, La Monarquía contra la fuerza del dinero. Cultura Española, Burgos 1937; Doncel, Madrid 1976. Original en inglés Monarchy or Money Power, Eyre & Spottiswoode, Londres 1932; en Estados Unidos titulado Gold & the Goldsmiths.

René de la Tour du Pin, Hacia un orden social cristiano. Euroamérica, Buenos Aires 1979. Original en francés Vers un Ordre Social Chrétien.

Jean Ousset y Michel Creuzet, El trabajo. Speiro, Madrid 1964. Original francés Le Travail.

Hilaire Belloc, Economics for Helen. The St. George Educational Trust, Liss 1995[12]. Del mismo autor y editorial: Usury y An Essay on the Restoration of Property.

Arthur Penty, The Guild Alternative. The St. George Educational Trust, Liss 1995.

Olive y Jan Grubiak, The Guernsey Experiment. Numerosas ediciones desde 1960. Extraordinario.

Cualquiera de los numerosos títulos del irlandés Padre Denis Fahey merece atención.

Otro día prometo dedicarme a los autores españoles. Hoy, como decía más arriba, he procurado reunir los que puedan conseguirse más fácilmente.

Notas

[1] Las primeras publicaciones de Fontana, de tendencia neomarxista, no carecían de interés. Su crítica a las historiografías oficiales (la liberal y la marxista clásica) resultaba estimulante. Lástima que, en la carrera de prebendas y vanidades en que se ha convertido la vida académica actual, Fontana parece haber evolucionado a neoliberal con ribetes postmarxistas. Eso sí: comparado con Jordi Canal, por ejemplo, Fontana sigue siendo paradigma de rigor.

[2] Estatutos de la Obra Nacional Corporativa. San Sebastián, Navarro y Del Teso, s.a., pág. 4.

[3] José María de Vedruna, Ordenación de la economía eléctrica nacional. (Colaboración a la Obra nacional corporativa). Madrid, Editorial Tradicionalista, 1943.

[4] Para un buen ejemplo de sindicalismo carlista de clase: “Los Sindicatos Libres, un obrerismo nacido en la Tradición”, reproducido en El Piquete.

[5] Martin Blinkhorn, Carlism and Crisis in Spain 1931-1936. Cambridge University Press, 1975; versión española Carlismo y contrarrevolución en España 1931-1939, Barcelona, Crítica, 1979.

[6] Un buen resumen de los presupuestos doctrinales e implicaciones en la organización política en Acedo Castilla, J.F., “La representación orgánica en el pensamiento tradicionalista”, Razón Española nº 112, Madrid, marzo-abril 2002.

[7] Un supuesto, y falso, “libre mercado” distinto del capitalismo puro y duro suele invocarse entre los católicos deseosos de acomodarse en el sistema, o entre aquellos cuasitradicionalistas que no comprenden bien el antiestatismo de nuestros postulados.

[8] Una buena ampliación contemporánea: «Disminuyendo al máximo la propiedad individual y la estatal, el Carlismo conoce primordialmente las formas de propiedad social, cuyos sujetos sean la familia, el municipio, las agrupaciones profesionales y las sociedades básicas restantes. Y de acuerdo con ello, el Carlismo condena expresamente la desamortización de los bienes de las comunidades en el expolio con que la dinastía usurpadora fraguó artificialmente una clase burguesa de enriquecidos por méritos de favor político, a fin de sostenerse en el trono usurpado, exigiendo la reconstitución inmediata de los patrimonios sociales, especialmente de los municipales, previa indemnización a los poseedores de buena fe». Centro de Estudios Históricos y Políticos “General Zumalacárregui”, ¿Qué es el Carlismo?, ESCELICER, Madrid, 1971.

[9] No faltan meritorios esfuerzos por encajar los documentos pontificios actuales en la doctrina social tradicional de la Iglesia; así, Permuy Rey, José María, “La Doctrina Social de la Iglesia frente al Capitalismo” en ARBIL, anotaciones de pensamiento y crítica, nº 50.

[10] Ante la claridad de estos términos es inevitable preguntarse por la frecuente vinculación de miembros de ciertos institutos, prelaturas y movimientos supuestamente católicos con la banca más usuraria y especulativa.

[11] Unificación y confiscación de abundantísimos bienes de los que cabe y debe caber exigir restitución, al menos tan plena como la “devolución del patrimonio sindical” que ha beneficiado a U.G.T. y, paradójicamente, a CC.OO., que no existía en 1936.

[12] Todos los títulos de esta editorial pueden solicitarse a: The St. George Educational Trust, Forest House, Liss Forest, Liss, Hampshire, GU33 7DD, Inglaterra.

Los títulos de Belloc están a punto de ser publicados en español por Ediciones Nueva Hispanidad.

La Monarquía Social

Reproducimos la Editorial del nº 2 de la revista “Punta Europa” de febrero 1956, fecha previa al vigésimo aniversario del Alzamiento del 18 de Julio, cuando desde el Tradicionalismo se intentaba reconducir la política en España a las bases sólidas de la política española. Las reflexiones sobre la Monarquía que aquí se plasman mantienen notable actualidad.


Editorial: La Monarquía Social

La preocupación más fundamental que hoy suscita la instauración de la Monarquía Social y Representativa en España, es el afán de coordinar el significado histórico y el valor político de la Monarquía con los progresos sociales, que los últimos tiempos han impuesto en todos los países del mundo.

No puede desconocerse, sin embargo, la impresión muy extendida en muchos, de que la preocupación social postulada por este tipo de Monarquía es algo así como un aditamento circunstancial, una especie de apéndice táctico o, tal vez, un calificativo demagógico que las circunstancias políticas del momento han hecho imprescindible. Impresión que en nuestro país se acentúa por la existencia de un tipo de monárquico fácilmente identificable dentro de una clase determinada.

Conviene, por lo tanto, precisar conceptos. Hay, por desgracia, monárquicos que poco o nada tienen que ver con los que defienden la Monarquía Social y Representativa, por la que abogamos en este momento nosotros y la inmensa mayoría de los monárquicos españoles. Es preciso repetirlo muchas veces, porque no se ha hablado bastante de ello. La Monarquía Social y Representativa, en sus grandes realizaciones y en sus más destacados pensadores, ha tenido siempre una significación social más que política. Sentido social que en ella no es algo accidental, sino que constituye su verdadera razón de ser.

Lo que en Francia decía Thiers en un rato de malhumor pero de profunda clarividencia política: «encontraréis al clero alguna vez socialista, jamás liberal», resulta históricamente más exacto a propósito de los monárquicos tradicionalistas que del mismo clero. Todo aquel que directamente conozca su pensamiento, habrá podido observar que una profunda tendencia social que no guarda ninguna relación con el marxismo, no es incompatible con la Tradición que acepta enteramente el progreso social a condición de ser inspirado por el espíritu cristiano.

Últimamente una revista francesa tan significativa y tan poco tradicionalista, Esprit en uno de sus últimos números ha dicho con toda claridad: «Los tradicionalistas son por esencia corporativistas, más esencialmente que monárquicos, porque para ellos el Rey no es más que la llave de una sociedad por naturaleza jerárquica».

Lo que hoy escribe Esprit del Tradicionalismo es exactamente lo que Mella decía el 28 de junio de 1909, en unas declaraciones al Heraldo de Madrid: «Yo tengo más amor a la propaganda social que a la meramente política». «El Carlismo ha sido, ante todo y sobre todo, una fuerza social». «Las muchedumbres carlistas pueden irse a su casa o a engrosar el socialismo; pero jamás de escolta a los Partidos medios, porque se lo veda su condición resuelta y guerrera». «Hay quien cree que la esencia del Carlismo es un pleito dinástico y que, prescindiendo de esto, se desvanecen sus caracteres. Nada más falso por encima de la cuestión dinástica está la cuestión de Principios, que es superior y anterior a ellas. Las Dinastías pasan y los Principios permanecen».

Si estos principios han de resumirse en pocas líneas, las necesarias para que el más indocumentado en materia política, las pueda entender sin esfuerzo intelectual alguno, digamos que su sentido social se compendia en aquel grito «Viva el Rey de los pobres» con que se exaltaba a Don Carlos en su visita a muchos pueblos del norte de España cuando la guerra. Si los tradicionalistas muchas veces han dado una impresión inexacta de su verdadero pensamiento, ha sido por debilidad, ya que en lugar de ser auténticamente tradicionalistas, desviándose, han aparecido como artificialmente reaccionarios; y en lugar de promover un renacimiento, se les pudo creer embarcados en una restauración imposible.

Los muchos prejuicios, que, como es natural, rodean su larga historia y de los cuales hacen uso algunos intelectuales católicos, concretamente los de Esprit, se explican bien porque se confunde al Tradicionalismo político con el filosófico; porque no se ve el modo, de aunar su pluralismo con su sentido de la unidad; porque no se entiende cómo para él el sentido cristiano de la persona es superior al de la sociedad; o porque, como es lógico, lo refieren al Tradicionalismo concretamente francés que, a la fuerza, tuvo que luchar contra los efectos de la Revolución de 1879 y sufrir, en su larga trayectoria, la agitación espiritual de la vida francesa, desde el romanticismo al positivismo. Pero, sobre todo, por el odio, muy extendido en nuestros días, al autoritarismo, que Su Santidad Pío XII ha denunciado, en su último Mensaje de Navidad, al referirse expresamente a los «hombres religiosos y cristianos» que critican a los que hacen valer sus convicciones religiosas en las organizaciones tradicionales y poderosas, y los critican porque, según ellos, semejante cristianismo hace al hombre dominante y parcial.

Sobre el odio al autoritarismo en algunos intelectuales de última hora, es necesario que hablemos en otra ocasión. Bastante extendido en algunos sectores extranjeros, empieza a entrar en los medios intelectuales españoles. Relacionado con este mismo punto nos ocuparemos también del carácter hondamente representativo de la Monarquía tradicional, y del modo de participar vuestras clases sociales en la estructura orgánica de jerarquización política.

El presente editorial sólo se refiere a la identificación entre Tradicionalismo monárquico y sentido social que en nuestra historia ha sido un verdadero democratismo orgánico, con tal proyección en las clases populares y que, en gran medida, puede servir de base y experiencia a la instauración monárquica del futuro y que [...] postula la legislación vigente en España.

El secreto de la pervivencia de la Monarquía en los países del Norte de Europa, no es otro que su entronque con las clases que por obedecer a un forzoso planteamiento liberal, se han hecho socialistas. El acierto de nuestro Tradicionalismo consistirá en que esas clases no tendrán necesidad de hacerse socialistas, precisamente, por postularse una Monarquía tan Representativa como Social. De este modo se unirá definitivamente el afán de justicia social y el hondo sentido espiritual que unió ya a las mejores voluntades desde el 18 de Julio de 1936.

Los Sindicatos Libres, un obrerismo nacido en la Tradición

Fuente: ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y Crítica, nº 30

Un Sindicalismo original, que a pesar de sus promotores tuvo pocas servidumbres políticas sirviendo a los intereses de los trabajadores y preocupando a los sindicatos de clase, al servicio del marxismo y al sindicalismo amarillo, al servicio del capital.

El movimiento obrero ha sido investigado con amplitud, sin embargo, el Sindicalismo originario de grupos políticos no procedentes de la izquierda, no siempre ha sido estudiado con la objetividad necesaria. La acusación de amarillismo (colaboración con la Patronal) siempre ha sido achacada a todos las asociaciones obreras católicas o independientes. Sin embargo, el fenómeno del Sindicalismo Libre fue muy distinto y la combatividad que se dio contra él procedió precisamente por su radical defensa de los derechos del obrero, rompiendo el monopolio del sindicalismo único de la CNT en la Barcelona de principios de siglo.

Los Sindicatos Libres nacieron en el tejido social del Tradicionalismo barcelonés. Por aquél entonces, el Tradicionalismo catalán vivía su renacimiento. Hasta 1876 el Tradicionalismo catalán había sumado a sus reivindicaciones un fenómeno de protesta social de la población rural pirenaica empobrecida contra el incipiente capitalismo de las urbes del litoral. Después del fracaso militar de la Tercera Guerra Carlista, la fuerte industrialización produjo una fuerte mutación social que obligó al Tradicionalismo a adaptarse a los tiempos modernos. Su participación política se incrementó y la apertura de Círculos se amplió especialmente en los núcleos urbanos como Barcelona. Pero en estos espacios urbanos el anticlericalismo practicado por el Partido Radical de Lerroux tenía una importancia cada vez mayor y se reclutaba entre el naciente proletariado barcelonés. El Tradicionalismo se fue convirtiendo en la respuesta y refugio más firme de los obreros católicos. Una parte de los nuevos inmigrantes llegados a Barcelona eran personas procedentes de las laderas pobres del Pirineo que mantuvieron en la gran urbe su Fe católica y su fidelidad a los ideales del Tradicionalismo.

El Tradicionalismo barcelonés del siglo XX estaba compuesto de dos sensibilidades, el periódico El Correo Catalán, representaba una línea moderada, gremialista y era el órgano oficial del Delegado regional, Duque de Solferino, y de Miguel Junient, redactor jefe del mismo. Sin embargo, el semanario La Trinchera representaba un sector obrero y más radical en sus proclamas, que tenía su especial acogida en los Círculos El Porvenir, Crit de Patria y el Ateneo Obrero Legitimista. El principal punto de enfrentamiento entre las dos corrientes era la consideración de alianzas electorales. Los tradicionalistas catalanes estaban obligados por su sistema electoral a evitar su marginación política y social y la alianza con la Lliga Regionalista tenía unas bases comunes en la defensa del catolicismo y un cierto catalanismo.

Pero para los más radicales procedentes de las clases populares, el verdadero enemigo era la Lliga por su separatismo latente y su procedencia exclusiva de la burguesía. Los radicales eran partidarios de crear un clímax “revolucionario” con la conjunción práctica con fuerzas antisistema como los republicanos, ya que había un antecedente de lucha contre el enemigo común en la Segunda Guerra Carlista, la colaboración con la más fuerte Lliga, convertía al Tradicionalismo local en un grupo marioneta de los intereses de Francesc Cambó. Había que decir que el Tradicionalismo barcelonés era uno de los movimientos políticos más interclasista del Tradicionalismo, estando compuesto en un tercio por trabajadores residentes de los barrios periféricos. En este magma social y político es donde iba a nacer uno de los Sindicatos más reivindicativos y desconocidos de nuestra historiografía.

El nacimiento del Sindicato Libre

La demanda de un Sindicalismo profesional se hacía necesario, la CNT que en 1915 tenía 15.000 miembros había pasado en 1919 a 714.028 afiliados, mientras la más reformista UGT contaba con 211.342 altas y los católicos de los sindicatos del Marqués de Comillas llegaban con dificultad a los 60.000 afiliados. El eco de la Revolución bolchevique, un reforzamiento de la posición de fuerza de muchos empresarios enriquecidos en la locura de la guerra y una radicalización revolucionaria de los dirigentes cenetistas obligó a muchos obreros y empleados católicos a pensar en la fundación de un Sindicato aparte del que empezaban a controlar los elementos anarquistas radicales. Hasta entonces la CNT había aglutinado sindicatos profesionales y los anarquistas revolucionarios eran una corriente minoritaria que se fue creciendo con la paulatina desaparición de los moderados.

En 1919, se producía una reunión en el Ateneo Obrero Legitimista de Barcelona, presidida por Pedro Roma, Miguel Junyent y Salvador Anglada. En esta reunión se decidió la necesidad de fundar un Sindicato profesional y separado de la CNT que tenía un fin revolucionario. Ramón Sales fue elegido presidente y diferentes cuadros tradicionalistas entraron en la labor sindical convirtiéndose en la élite culta del Sindicato que se ocupó de la ideología, redactar estatutos, relaciones públicas y dirigir la organización. Estos hombres fueron José Baró, Jordi Bru, Estanislao Rico, Santiago Brandoly, Domingo Farrel, Juan Laguía, Feliciano Baratech y Mariano Puyuelo. Los intelectuales se encargaron de la divulgación en prensa, pero los resortes de la organización fueron controlados por obreros, algo que no había sucedido en los sindicatos católicos.

Ramón Sales fue su presidente y líder indiscutible hasta 1936. Nacido en 1900 en La Fulleda (Lérida), emigró a Barcelona con sus hermanos al enviudar su madre. Empleado en unos almacenes, pertenecía al sindicato de la CNT, pero a su vez era miembro del Requeté, ya que mantuvo los contactos tradicionalistas que había tenido en el pueblo. Sales no fue ningún orador pero cuando tuvo que expresarse lo hizo claro, contundente y casi siempre en catalán, porque hablaba mejor. Fue el líder indiscutible del Sindicato y eso que se convirtió en su presidente con 19 años.

El Sindicato Libre pronto cobró personalidad propia al enfrentarse al rival cenetista y hacer frente también a la Patronal en sus veleidades de subordinarlo a sus intereses. De 1919 a 1921, el naciente Sindicato fue promocionado por los empresarios en su labor de dividir al proletariado barcelonés. Sin embargo, los Libres siempre dejaron claro que su política iba en defensa estricta de los derechos profesionales del obrero y no se iban a plegar a los intereses de los empresarios, como había pasado con algunos sindicatos profesionales y católicos, que habían nacido por el patrocinio de algunos notables conservadores y se sentían obligados a defender el “orden” constituido. Este punto de vista diverso impidió unas relaciones amistosas con los sindicatos confesionales que estaban controlados por magnates conservadores.

No obstante, los Católicos-Libres fundados por los dominicos habían mantenido una postura más combativa en los intereses obreros y mantenían un buen diálogo con los carlistas. Estos Sindicatos tenían casi su única fuerza en la región vasco-navarra por lo que la simbiosis carlista y sindicalista se daba en muchas zonas como Azpeitia. Esta amistad se prolongaría de tal modo que en 1924 en el Congreso de Pamplona decidieron fusionarse y crear la Confederación Nacional de Sindicatos Libres, cuya fuerza estaba en Cataluña y País Vasco-Navarra, curiosamente parte de la misma geografía política del Tradicionalismo.

Hasta 1923, los Libres sufrieron la constante amenaza del terrorismo anarquista que no podía permitir que hubiesen escindido a la clase obrera: el precio fue el asesinato de 53 dirigentes sindicales. Sin embargo, los Libres también crearon sus Grupos de Autodefensa que atacaron a los anarquistas con sus mismas armas. No obstante, los Libres estaban naciendo y la pérdida de dirigentes les hacía más daño. Para colmo, las autoridades restauracionistas, en premisa de proteger el orden liberal establecido, detenía tanto a Sindicalistas cenetistas como Libres. La lucha entre ambos sindicatos fue sangrienta, pero la Patronal intentó manejarla a su favor utilizando esquiroles Libres en las huelgas de los anarquistas y al revés en las promovidas por los Libres.

Sin embargo, el período de 1920-1922 en el que el Gobierno civil fue dirigido por el General Martínez Anido, la situación mejoró para los Libres. Aunque el Sindicato nunca se definió como tradicionalista, para posibilitar su crecimiento en el proletariado profesional, la alianza con el General fue posible para luchar con éxito contra una CNT liderada por el elemento más radical del anarquismo revolucionario. De esta forma el elemento más moderado de los cenetistas se afilió a los Libres y algunos dirigentes procedían del campo izquierdista, aunque los tradicionalistas tenían el control, como Estanislao Rico, director de Unión Obrera, órgano del Sindicato.

La madurez del Sindicalismo Libre

En 1923, el Sindicato Libre contaba casi con 200.000 miembros, tres cuartas partes en Barcelona. El crecimiento había sido grande debido al interés de algunas agrupaciones sindicales por defender sus intereses profesionales y no preocuparles los fines revolucionarios y terroristas de los anarquistas, por que cuando la represión de Martínez Anido hizo su efecto, estos Sindicalistas se afiliaron a los Libres, como los únicos capaces de defenderlos frente a la Patronal conservadora, algo que no harían los católicos confesionales.

Sin embargo, en este año se produjo la instauración de la Dictadura de Primo de Rivera. El General Martínez Anido fue nombrado Ministro del Interior, pero el nuevo régimen no sólo no apoyó, como creían al Sindicalismo Libre, sino que eligieron a los socialistas de la UGT como entidad colaboradora, prohibiendo la CNT. Los Sindicalistas Libres únicamente pudieron ocupar los puestos que los socialistas no querían. Entretanto, el Tradicionalismo político estaba debilitado por la escisión mellista de 1919, que no había supuesto defecciones en Cataluña, pero por su foralismo catalán que se oponía al centralismo liberal del primoriverismo, se opuso a la Dictadura.

El Sindicalismo Libre tuvo a varios dirigentes perseguidos por su catalanismo y a otros que ocuparon puestos de responsabilidad en el incipiente corporativismo del régimen por su amistad con Martínez Anido. No obstante, el Sindicato tuvo entonces su máxima expansión con 197.853 miembros, las tres cuartas partes en Barcelona y alrededores, destacando Igualada y Tortosa, ambos núcleos de un fuerte Tradicionalismo, el segundo núcleo, País Vasco y Navarra, contando con varios grupos en Asturias y Madrid. En 1927 se fundó la Confederación del Centro, en 1928 la del Levante y en 1930 la de Andalucía. Los Sindicatos principales eran en el sector servicios, artesanal y empleados. Los camareros, cocineros, panaderos, barberos, empleados de Banca y dependientes de almacenes fueron los más fieles al Sindicalismo Libre, fuera de Cataluña los afiliados procedían de trabajadores especialistas.

El declive de una organización

En 1930, con la caída de la Dictadura de Primo de Rivera y el inicio de la dictablanda de Berenguer, el Sindicalismo Libre era una organización madura que tuvo que afrontar con la libertad sindical y la vuelta de la CNT a la legalidad la defección de un 20 % de sus efectivos catalanes. Sin embargo, el fin del Sindicalismo Libre no vino únicamente de la presión de una renacida CNT con 1.600.000 afiliados, sino que con la llegada de la II República, las nuevas autoridades decidieron emprender una represión sin medida sobre la Organización Libre. Ramón Sales tuvo que exiliarse a Francia, donde vivió de albañil y otros oficios, algunos dirigentes como Estanislao Rico, Josep Baró y Jordi Bru pasaron a la renacida Comunión Tradicionalista que había acogido a los escindidos integristas y mellistas y 16 sindicalistas fueron asesinados en un mes por la CNT para intimidarlos.

Las Secciones sindicales se fueron desgajando de la Confederación y poniendo distancia, permaneciendo independientes o integrándose por la fuerza en la CNT o UGT. Especialmente Lluis Companys, antiguo abogado de la CNT, y prohombre de la ERC fue el más vengativo posibilitando el Pacto del Hambre, un acuerdo en que la Patronal se avenía con la CNT y la UGT a no contratar a ningún trabajador afiliado a los Libres. Unos 4.000 obreros fueron afectados por tales medidas, por razón de edad unos 200 no pudieron trabajar nunca más, quedando en el mundo marginal con la complicidad de las autoridades republicanas de la Generalitat.

Entretanto, los sindicatos católicos, profesionales e independientes se confederaron en la CESO consiguiendo reunir a más de 200.000 trabajadores, en esta amplia organización se integraron la mayor parte de las antiguas Agrupaciones de los Libres, como la regional del País Vasco-Navarra y la Federación de Obreros de Cataluña, nacida en 1932. Sin embargo, esta organización defendía la vía moderada de los antiguos sindicatos confesionales y repudió la posterior petición de integración de un renacido Sindicato Libre.

Ramón Sales estuvo moviéndose en clandestinidad en Barcelona, desde Francia y en 1935 la Organización reapareció con unos cuantos dirigentes de los antiguos carlistas de Sales de la primera hora. Sin embargo, esta vez en una España politizada, el mundo laboral impedía la vigencia de una fuerza sindical profesional. Los Libres se vieron reducidos a su núcleo barcelonés y al reducto del obrerismo carlista.

No obstante, las relaciones con las autoridades locales de la Comunión Tradicionalista no eran cordiales. Los Libres se habían convertido a un “nacionalismo” españolista de raíz obrera que chocaba con el catalanismo de algunos dirigentes locales de la CT. Aunque fuesen el Sindicato con mayor número de catalanoparlantes, Sales, Baró, Roig, Fort, Clavé son los apellidos de los principales dirigentes y la mayor parte del proletariado catalán fue fiel a los Libres frente a los emigrantes, que por su falta de especialización eran clientela fácil del extremismo anarquista. Los Libres estaban bastante politizados y eran patrocinados por el entramado derechista de Barcelona. El recién formado Bloque Nacional de Calvo Sotelo se dedicó a promocionar a los Libres. Este grupo era en teoría una coalición de alfonsinos y carlistas, pero fue en realidad una formación personalista de Calvo Sotelo, aunque muy objetada por sus teóricos integrantes, Goicoechea, líder de Renovación Española, por mantener el liderazgo de los alfonsinos y los carlistas por el posible intento de enajenar las masas populares al líder carlista Fal Conde.

Los Libres necesitaban apoyos y la CEDA, partido mayoritario de la derecha, ejercía su influencia en la CESO; los Libres por tanto únicamente gozaron con la estimable ayuda de un viejo amigo, Joaquín Bau, el carismático líder del Carlismo tortosino. Con el estallido del Alzamiento el 18 de Julio, algunos miembros sindicales consiguieron unirse a los sublevados. Entre ellos, Augusto Lagunas, Ramón Colom y Pedro Navarro murieron en combate, otros como José Baró, Jaume Fort y Anselm Roig fueron fusilados por la FAI-CNT. En cuanto a Ramón Sales, consiguió ocultarse y huir a Francia de donde volvió para ayudar a fundar la 5ª Columna en Barcelona; allí fue capturado por sus antiguos enemigos de la CNT, quienes le torturaron y desde cuatro camiones le descuartizaron en las Ramblas.

El Sindicalismo Libre fue una experiencia nacida en la base obrera carlista que consiguió expansionarse al defender los intereses profesionales de los trabajadores, pero que no contó con la ayuda de sus “afines” conservadores, que siempre le vieron peligrosamente revolucionario por su origen, poco cómodo. En su final, el Sindicato no pudo luchar contra sus rivales y las autoridades republicanas, especialmente Companys, quien fue el más empecinado en aniquilarlos. Finalmente la Guerra aniquiló a sus últimos miembros en la lucha por Barcelona, hasta la hora de la Liberación.